“ESTA RONDA LA PAGO YO…”
“Nunca tengo la suerte que quiero, pero siempre acabo teniendo la que necesito”
Últimas horas de un año difícil de digerir, y no muy diferente del anterior, pero bondadoso en su adiós, porque antes de acabar me regaló unas horas inolvidables: Era más de mediodía y aún no almorcé. Acabábamos de llegar de viaje y en mi apartamento no tenía alimentos que llevarme a la boca, así que decido, a pesar de la fuerte lluvia que caía, salir por los alrededores del paseo marítimo, sin rumbo cierto, en busca de un restaurante o bar donde tomar algo sólido y refugiarnos del aguacero que ya había empapado nuestros pies.
Nos detenemos frente a una taberna de aspecto acogedor, donde habría una decena de personas. Tengo apetito, ya son más de las tres de la tarde. Pido al camarero una ración de jamón ibérico y unas copas de buen vino. A los pocos minutos, entra un hombre de rostro gentil, alto, delgado y barba de quince días, de edad similar a la mía. Bajo su brazo y protegido contra su cuerpo, llevaba un estuche de guitarra que, supuestamente, contenía el instrumento, a juzgar por el amor con que cuidaba de no golpearlo.
Cruza ante mí, como buscando con la mirada un lugar donde colocar el maletín sin ser dañado. Por fin decide apoyarlo en un rincón del fondo de la taberna, a la vista pero al resguardo de algún desafortunado golpe.
Mientras sucedía todo esto, no paro de observarle. Le conozco, yo había visto antes aquel rostro: su figura espigada, ágil y lenta, su mueca de sonrisa amable…, todo él ya estuvo en mi retina en alguna ocasión cuando, en alguno de mis viajes anteriores, me crucé con él por el paseo marítimo, incluso alguna vez le vi y escuché cantar en una terraza a orillas del mar, y ya aquel lejano día observé el sentimiento, corazón y fuerza que ponía al interpretar canciones que brotaban de su garganta pero que presentía salían de su corazón, mientras acariciaba su guitarra -cantante que cierra los ojos al cantar, es seguro que supo y sabe amar-.
Aquella vez primera, de meses atrás, en que escuché accidentalmente sus canciones, me atravesó algo más que el pecho...

Pero esta vez le tenía allí, a metro y medio de mi, y le observaba con prudencia.
Se acercó a la barra del bar y después de saludar a los dueños, pidió una cerveza. Bebía solo, pues solo llegó. Saludó también a un muchacho de color que entró a ofrecernos grabaciones piratas de música, y como nadie le compró, el cantante le invitó a una bebida que el joven enseguida aceptó y agradeció. Su gentileza era poco común, o a mi me lo pareció.
El observado se convirtió en observador.
Mientras se llevaba a los labios la cerveza, observaba uno a uno a todos los que estábamos en el bar. Cuando me llegó el turno, me miró, parpadeó, sonrió y me hizo una inclinación leve de cabeza al tiempo que dijo: “¡Salud y feliz año!”, a lo cuál yo correspondí con una sonrisa.
Noté que me miraba con cierta curiosidad, como si se preguntara de qué me conocía, pero no, él a mi no me había visto nunca… o eso era lo que creía yo.
No tardó en acercarse con su copa de cerveza en la mano alzada ofreciéndonos, a mi y mi marido, un brindis navideño. Este hecho es el que dio lugar a una conversación, a un acercamiento.
Le dije que le conocía de vista, de verle con su guitarra en alguna ocasión por la zona. Él me dijo que también le parecía haberme -habernos- visto en alguna ocasión pero no sabía cuando ni donde.
Intercambiamos comentarios divertidos durante unos minutos, nos habló de él y... sus circunstancias. Le hice saber que lo poco que lo había escuchado en alguna de sus actuaciones entre el público, me gustó.
De pronto, se disculpa, deja su cerveza sobre la barra y se aleja. Habla con el dueño del local en tono bajo pero no lo suficiente como para no oírle lo que le dijo: “-¿Te importa que cante con mi guitarra alguna canción a unos amigos?”. Al oírle no pude reprimir una gran emoción que sumado a mi estado de ánimo de esos tiempos, circunstancias y admiración, y no queriendo ser sorprendida con los ojos húmedos, me apresuré a salir a la puerta de la calle a enjugar su humedad en un intento de evitar lo evidente, y así no llamar la atención.
Regresé a mi mesa, y él con la guitarra entre sus manos, me miró de reojo. No, yo aún no estaba preparada y volví a salir a la calle a que me diera un poco el aire y enjugar otra lágrima antes de volver -ahora sí definitivamente- dentro, a ocupar mi sitio.
Ya cuando regresaba, empezó a rasgar suavemente las cuerdas de su guitarra, como si con ese gesto me diera la bienvenida...
....y un bolero salió de su garganta, y luego cantó a Machado, y a Chavela Vargas, a Serrat, canciones italianas...
Le aplaudimos y le aplaudieron.
Le gozamos y le gozaron, y en sus pausas charlamos, o más bien él nos contó parte de su interesante vida: César de nombre, con apellido de una flor muy apreciada por la mujer; hijo de un militar de alto cargo; Úbeda su ciudad natal; sus viajes a Italia, Alemania, Francia y otros países; padre por primera vez a los veinte años; hijos con diferentes mujeres, casado… Decía comer lo justo para nutrirse, sin grandes festines, aunque era conocedor de la buena mesa y del buen vino. De edad, justo un año más que yo… -¿Por qué me resultaba familiar su historia?-. Amigo de Joaquín Sabina cuando eran niños y preadolescentes, nos contó anécdotas de ambos aprendiendo a tocar la guitarra a edad temprana.
Estaba entusiasmado y feliz de saberse escuchado.
Y pagué una segunda ronda, y quiso pagar él una tercera, pero no lo consentimos.
Abrazados cantamos y aplaudimos, y nos sentimos muy bien. Creamos un ambiente entrañable, cálido y amigable. -“¡Un privilegio!”, decía un cliente. -“¡Un regalo inesperado!, decía otro después…
Cuarenta y ocho horas después, una tarde…
volví al mismo lugar a tomarme un café.
Cinco minutos después… llegó él.
¡Qué alegría! ¡Qué cariñoso abrazo recibí de él otra vez!
Volvió a cantarnos con su guitarra. Volvimos a reír.
Volvimos a repetir ronda de cerveza… y de café.
Hicimos amigos nuevos que, como yo,
estaban de paso y vivían en Madrid también.
Nos fotografiaron, nos abrazamos todos,
cantamos y al despedirnos… ¡nos besamos con fe!
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